15 jul 2008

"Genealogia e la moral" Nietzsche

Criar un animal al que le sea licito hacer promesas ¿no es precisamente esta misma paradójica tarea la que la naturaleza se ha propuesto con respecto al hombre? ¿No es éste el autentico problema del hombre? … El hecho de que tal problema se halle resuelto en gran parte tiene que parecer tanto más sorprendente a quién sepa apreciar del todo la fuerza que actúa en contra suya, la fuerza de la capacidad de olvido. Esta no es una mera vis inertiae (fuerza inercial), como creen los superficiales, sino, más bien, una activa, positiva en el sentido mas riguroso del término, facultad de inhibición, a la cual hay que atribuir el que lo únicamente vivido, experimentado por nosotros, lo asumido en nosotros, penetre en nuestra consciencia, en el estado de digestión (se lo podría llamar “asimilación anímica”), tan poco como penetra en ella todo el multiforme proceso con el que se desarrolla nuestra nutrición del cuerpo, la denominada “asimilación corporal”. Cerrar de vez en cuando las puertas y ventanas de la consciencia, a fin de que de nuevo haya sitio para lo nuevo, y sobre todo para las funciones y funcionarios más nobles para el gobernar, el prever el prededeterminar /pues nuestro organismo está estructurado de manera oligárquica) – este es el beneficio de la activa, como hemos dicho, capacidad de olvido, una guardiana de la puerta, por así decirlo, una mantenedora del orden anímico, de la tranquilidad, de la etiqueta: con lo cual resulta visible enseguida que sin capacidad de olvido no puede haber ninguna felicidad, ninguna jovialidad, ninguna esperanza, ningún orgullo, ningún presente. El hombre en el que ese aparato de inhibición se halla deteriorado y deja de funcionar es comparable a un animal olvidadizo por la necesidad en que el olvidar presenta una fuerza, una forma de la salud vigorosa, ha criado en si una facultado opuesta a aquélla, una memoria con cuya ayuda la capacidad de olvido queda en suspenso en algunos casos –a saber, en los casos en que hay que hacer promesas; por tanto, no es, en modo alguno, tan sólo un pasivo no–poder-volver-a liberarse, de la impresión grabada una vez, no es tan solo la indigestión de una palabra empeñada una vez, de la que uno no se desembaraza, sino que es un activo no-querer-volver-a-liberarse, un seguir y seguir queriendo lo querido una vez, una autentica memoria de la voluntad, de tal modo que entre el originario “yo quiero”, “yo haré” y la autentica descarga de la voluntad, su acto , resulta lícito interponer tranquilamente un mundo de cosas, circunstancias e incluso actos de voluntad nuevos y extraños, sin que esa larga cadena de la voluntad salte. Mas ¡Cuántas cosas presupone todo esto! Para disponer así anticipadamente del futuro, ¡cuánto debe haber aprendido antes el hombre a separar el acontecimiento necesario del casual, a pensar casualmente, a ver y a anticipar lo lejano como presente, a saber establecer con seguridad lo que es fin y lo que es medio para el fin, a saber en general contar, calcular, cuánto debe el hombre mismo para lograr todo esto, haberse vuelto antes, calculable, regular, necesario, poder responderse a si mismo de su propia representación, para finalmente poder responder de sí mismo como futuro a la manera como la hace quien promete!

Esta es cabalmente la laga historia de la procedencia de la responsabilidad. Aquella tarea de criar un animal al que le sea lícito hacer promesas incluye en sí como condición y preparación, según lo hemos comprendido ya, la tarea más concreta de hacer antes al hombre, hasta cierto grado, necesario, uniforme, igual entre iguales, ajustado a la regla, y, en consecuencia, calculable. El ingente trabajo de lo que yo he llamado “eticidad de la costumbre” (véase Aurora, Págs. 7, 13,16)- el auténtico trabajo del hombre sobre sí mismo en el más largo periodo del género humano, todo su trabajo prehistórico, tiene aquí sentido, su gran justificación, aunque en él residan también la dureza, la tiranía, estupidez e idiotismo; con ayuda de la eticidad de la costumbre y de la camisa de la fuerza social el hombre fue hecho realmente calculable. Situémonos, en cambio, al final del ingente proceso, allí donde el árbol hace madurar por fin sus frutos, allí donde la sociedad y al eticidad de la costumbre sacan a luz por fin aquello para lo cual ellas eran tan solo un medio: encontraremos con el fruto más maduro de su árbol, al individuo soberano, al individuo igual tan solo a si mismo, al individuo que ha vuelto a liberarse de la eticidad de la costumbre, al individuo autónomo, situado por encima de la eticidad […], en una palabra, encontraremos al hombre de la duradera voluntad propia, independiente, al que le es lícito hacer promesas –y, en él, una consciencia orgullosa, palpitante en todos sus músculos, de lo que aquí se ha logrado por fin y se ha encarnado en él, una autentica consciencia de poder y libertad, un sentimiento de plenitud del hombre en cuanto tal. Este hombre liberado, al que realmente le es lícito hacer promesas, este señor de la voluntad libre, este soberano -¿cómo no iba a conocer la superioridad que con esto tiene sobre todo aquello a lo que no le es lícito hacer promesas ni responder de sí, cómo no iba a saber cuanta confianza, cuanto temor, cuanto respeto inspira- él “merece” las tres cosas-, y cómo en este dominio de sí mismo, le está dado también necesariamente el dominio de las circunstancias, de la naturaleza y de todas las criaturas menos fiables, más cortas de voluntad? El hombre “libre”, el poseedor de una voluntad duradera e inquebrantable , tiene también, en esta posesión suya, su medida del valor: mirando a los otros desde sí mismo, honra o desprecia; y con la misma necesidad con la que honra a los iguales a él, a los fuertes y fiables (aquellos a quienes les es lícito hacer promesas), es decir, a todo el que hace promesas como un soberano, con dificultad, raramente, con lentitud, a todo el que es avaro de conceder su confianza, que honra cuanto confía, que da su palabra como algo e lo que uno puede fiarse, porque él se sabe lo bastante fuerte para mantenerla incluso frente a las adversidades, incluso “frente al destino”:con igual necesidad tendrá preparado su puntapié para los flacos galgos que hacen promesas sin que les sea lícito, y su estaca para el mentiroso que quebranta su palabra ya en el mismo momento en que aún la tiene en la boca. El orgulloso conocimiento del privilegio extraordinario de la responsabilidad, la consecuencia de esta extraña libertad, de este poder sobre si y sobre el destino, se ha grabado en él hasta su más honda profundidad y se ha convertido en instinto en instinto dominante: -¿Cómo llamará a este instinto dominante, suponiendo que necesite una palabra para él? Pero no hay ninguna duda: este hombre soberano lo llama su consciencia…

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